Siempre me ha fascinado esa gente que se puede adaptar fácilmente a cualquier lugar ajeno. Aquellos que no tienen la necesidad de hacer suyo el espacio que habitan, y que, por tanto, destinan menos energía a detalles como la iluminación o la disposición de algo tan cotidiano como una taza.
Les observo, y llego a la conclusión de que son los perfectos animales de oficina. Individuos que portan con orgullo las enseñas de otros, personas que, o bien por pereza o por indiferencia se acomodan a los lugares y objetos hostiles del espacio común de trabajo. A cambio de un sueldo mísero la mayoría de ellos, exhiben con orgullo su corporativismo, para acabar sumándose a la gran masa de clones del entorno empresarial.
Los tonos neutros y mirada conformista te permitirán identificarlos rápidamente. Pero hay mucho más. Quizás lo más triste de todo sea la pasión con la que llegan a defender eslóganes que no se crearon pensando en ellos, y que en muchas ocasiones no coinciden con sus intereses directos como trabajador. Más allá de quedar reducidos a un número, la experiencia en el mundo del PR y el periodismo me ha mostrado, que la mayoría de integrantes de esta clase de empresas, ensalza la falta de personalidad del entorno como algo deseable, incluso positivo para el desarrollo de sus actividades diarias.
Hogar, del latín «focus» – como lugar en la casa donde se prepara la hoguera, espacio para la lumbre. Alumbrar, crear, dar sentido.
Esta falta de criterio y estética propia me lleva al siguiente punto, donde me detengo a reflexionar acerca de los no lugares. En una ocasión una persona muy cercana me comentó que la proliferación de este tipo de espacios era lo que estaba acabando con el sabor de las ciudades, ese je ne seis quoi que antaño lo impregnaba todo de manera particular en cada urbe. Es una lacra, y en ello basaba mi interlocutor su rechazo a vivir en lugares cada vez menos acogedores como Madrid. El crecimiento de los no lugares, borra el alma de la ciudad y sus habitantes.
Hace tiempo, era habitual encontrar estos espacios en los aeropuertos, estaciones de tren, hospitales o incluso áreas urbanas que ya eran presa de los intereses turísticos. Sin embargo ahora, de la misma manera que aceptamos pasar más de ocho horas diarias en lugares de baja vibración, sin apenas carácter, vemos impasibles como esto va más allá, y se traslada a las calles principales.
¿Qué está sucediendo? ¿Somos quizás una generación más conformista? No lo creo.
Puede que, simplemente, algunos reservemos la energía par aquellas batallas que podemos ganar, trabajando en nuestra imagen y espacios propios, para no caer en el eslogan fácil. En mi caso, soy una de aquellas que procura no sucumbir al corporativismo y el uso compulsivo de objetos mediocres.
No obstante, la insatisfacción que genera el hecho de habitar lugares sin alma, es el principal motor que desencadena la insatisfacción. Esta, por su parte, activa el mecanismo de compra, para adquirir más y más clones de productos, que poco o nada cuentan de ti.
¿Estamos narrando nuestra propia historia? ¿O en cambio son otros los que ya han decidido? Todo habla, nada es inocuo.
Te escribo el lunes, my dearest,
A.